jueves, 21 de marzo de 2013

Cuando el consuelo está en la piel

Cuando tenía unos quince años, fui voluntaria durante un tiempo en un hospital de Cottolengo. Para quien no los conozca, viven ahí mujeres pobres de todas las edades y con enfermedades terribles. Lo que más me impresionaba eran las niñas. Estaban en una habitación muy grande, aparcadas como muebles viejos y olvidados porque no había ni dinero ni personal para estimularlas de ningún modo. Recuerdo a Vera, una niña de cinco años con hidrocefalia severa, muda, sorda, paralítica. Recuerdo a Olimpia, una preciosa pequeña con un retraso mental muy severo que sólo quería ser abrazada. Recuerdo el día en que dejaron allí a Camila, el día en que la abandonaron, y cómo ella gritaba y gritaba llamando a su madre. Han pasado miles de años, y aún recuerdo muchísimas cosas, como las inevitables lágrimas al salir de ahí la primera vez, o el inevitable alivio al conocer que Vera había muerto (porque ésa no era vida para nadie). Recuerdo el estar preguntándome constantemente qué sentirían esas pequeñas, qué pensarían, si alguna vez se sentían felices, si alguna vez se sentían completas.

Y en medio de ese lugar tan desolador, descubrí una cosa maravillosa: existe un lenguaje universal más allá de la enfermedad, más allá de la inteligencia, más allá de todo. Porque cuando esas pequeñas lloraban, había una cosa que las calmaba. Porque allí vivían niñas como Pili, que era sorda, ciega, muda e inválida, que lloraban de repente, con un gemido bajito y tristísimo. ¿Y qué remedio existía para sacarlas un instante de su miseria? Un abrazo. Sólo eso. El tacto es un sentido maravilloso que atraviesa todas las barreras sensitivas. Porque aunque sea el único sentido que te quede, te entregarás a él al máximo. Esas niñas podían comunicarse a través de las caricias. El problema era que recibían las mínimas. Y en ese momento fugaz, parecían felices.


Existe aún una tremenda manía de separar a los recién nacidos de sus madres. De privarles, así, de ese primer contacto absolutamente tranquilizador, de comunicar con ellos toda la dulzura y toda la protección por medio de la piel, el órgano más grande del cuerpo humano y al que no le prestamos toda la atención que deberíamos.

Y cada vez que escucho de un niño al que han separado de la madre por no sé qué protocolos absurdos y obsoletos, o al que se han llevado al nido, recuerdo a Vera, a Olimpia, a Pili, a Camila y a todas las demás. Y no puedo evitar imaginarme esa sensación de soledad total, esa sensación de soledad brutal.

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